Hasta el pasado otoño nunca había salido de excursión
fotográfica acompañado, en grupo. Sentía, sin haberlo vivido, que el acompasar
mis pasos y mis búsquedas al ritmo de los demás suponía sacrificar parte de mi
libertad de movimientos y pausas. Sin embargo, tras la experiencia he de
concluir que ha sido muy gratificante comprobar que, aunque pudiera ser una
excepción, no ha sido así.
Coincidí casualmente, a mediados de octubre, con cuatro compañeros del Club Fotográfico Alicante. Nos encontramos durante la cena de
la primera noche en una pizzería de Broto, en Ordesa, con el objetivo común de la "caza incruenta" de la otoñada ordesana. Ya nuestra primera
sobremesa juntos fue muy agradable, hasta el punto de que casi cerramos el restaurante
absortos, como estábamos, en nuestra charla, después de más de cuarenta años de distancia y ausencias. Y era lógico: teníamos muchas cosas que contarnos.
Los sucesivos días compartimos rutas y, curiosamente, no se
dio ni un solo alto en el camino en el que nos “pisáramos” las fotos, las
vistas. Todos y cada uno de nosotros pudimos acompasar nuestros ritmos a los de
los demás, lo cual, según me cuentan, no es lo habitual en semejantes
circunstancias. Después, tras la anochecida, las sobremesas de las cenas se
prolongaban, de igual modo, hasta casi el cierre del comedor, recordando lo vivido durante
el día en una, también, inolvidable velada.
No tengo, pues, una experiencia desagradable o incómoda que,
en principio, me haga preferir viajar solo. Sin embargo, he de confesar que,
aunque mi primer viaje fotográfico en solitario es muy reciente (apenas tres
años atrás) y en él la soledad hizo mella en mi ánimo, mermando el disfrute de
mi afición, sucesivas experiencias me han hecho vencer esa sensación de “soledad
no grata” hasta revertirla en “soledad gratificante”, a pesar de mi permanente
necesidad imperiosa de compartir los buenos momentos, las sensaciones y los
sentimientos.
Ahora, las excursiones en solitario me hacen sentir la
fotografía de otra manera mucho más gratificante. La libertad de movimientos y
pausas me hace disfrutar del paisaje, lejano o cercano (soy fotógrafo
eminentemente paisajista), sin obsesivas búsquedas, esperando el encuentro y
recreándome en él de una manera integradora. No sé si es la mejor manera de
llegar a la inspiración o de provocar la creatividad (que tanto da) pero creo
que el goce, el disfrute es aún mayor.
Y cuando, en su caminata por esos campos de dios, uno se tropieza con una panorámica, un rincón, una textura, una composición, un elemento, una luz, una sombra o un color que reflejar, el resultado es inevitable y acaban siendo una valiosa propiedad para siempre, con el disparo incruento de la cámara… que cierra el ciclo perfecto.